domingo, 6 de enero de 2013

Carmen



Las agujas en el reloj marcaron las 18 horas y afuera la gente ya caminaba con un suéter puesto. Los bombillos incandescentes iluminaron las banquetas de varias casas, mientras los jornaleros se desprendían del calzado para entrar y así evitar manchar el piso con sus botas rebosantes de lodo y residuos del campo. Sus esposas (quienes tenían) les recibían con un beso en la mejilla y la taza de café en la sala de estar. Y allá, en la casa final de la avenida, había una casa particularmente iluminada sólo por una vela, que atravesaba las ventanas del cuarto donde Carmen reposaba desde hacía ya varios meses, consumida por la enfermedad que ningún médico pudo tratar.

Un concierto en Adagio para violín y la vela blanca, de la que quedaba menos de la mitad hacían conjunto para acompañarla en su lecho, en el cuarto casi vacío en el que sólo quedaba el viejo radio sobre la mesa de noche con el candelero de bronce que su madre le regaló hacía ya unos quince años, cuando todo parecía ser perfecto y la vida era más fácil.  Ahora, las cosas habían parecido ponerse en contra de ella, sus padres murieron, uno justo después del otro y cayó en una depresión monumental que tardó años en superar. Para entonces ya había perdido casi todo. Fue entonces que enfermó y a pesar que muchos sus vecinos intentaron ayudarle, no podían hacer mucho por ella (ellos tenían que ocuparse de sus propios problemas). Alguien se encargaba de encender la vela por la noche, de prepararle sopa a la hora de la comida, alguien más le cambiaba las baterías al radio (cuando había dinero para comprar baterías) y a veces, alguien charlaba con ella en los días festivos. Su cuarto, con una triple (o más) capa de polvo que a veces calaba incluso en el que fue alguna vez su hermosa cabellera lisa y negra, que ahora la mayor parte del tiempo despeinada y sin forma.

No entendía su situación, sin embargo, nunca preguntó por qué le tocó a ella. La música esa noche era tranquila y la luz de la vela empezaba a atenuarse. Ningún vecino vino a platicar con ella, los temas se habían acabado, suponía. La noche se hizo más fría, y su cuarto más obscuro. Tenía los ojos cerrados y pensaba. Luego de algunos minutos se quedaba dormida y soñaba. Cuando despertó, la música se escuchaba menos intensa y la luz de la vela estaba por apagarse. Ella se sentía débil. Volvió a cerrar los ojos y a pensar. Durmió de nuevo y soñó otra vez. Una vez más, despertó y el último movimiento de alguna pieza clásica terminaba. Cerró los ojos de nuevo y la vela se apagó y despidió la pequeña estela de humo y el aroma a mecha quemada. Se quedó dormida, pero no volvió a soñar.