domingo, 15 de julio de 2012

La crisis en medio de la crisis (I)

Se nos había terminado el agua potable. No teníamos muchas provisiones más que sopas instantáneas, algunos snickers y un par de cajitas de jugo de tamaño escolar. Hubiera sido suficiente si en la habitación estuviera viviendo (o tratando de vivir) sólo yo. Pero habían al menos diez personas más; entre adultos y niños y esta hora (no estoy seguro de cuál hora era) era donde, como marionetas sincronizadas, se empezaban a ver unos a otros, como discutiendo con la mirada acerca de quién comería esta vez y quién no. Esto era el "pan" diario desde hacía... ¿un mes? quizás. Ya nadie llevaba la cuenta del tiempo porque todos estaban muy ocupados discutiendo el almuerzo, desayuno o cena del día como para preocuparse por lo que parecía ahora, algo tan insignificante. Los problemas en el grupo de supervivencia eran amplificados con los gruñidos (o gritos de lamento) de esas cosas allá afuera. Los gemidos desgarradores parecían penetrar hasta el último rincón del oído y alterar el estado mental y sumado con el hambre, la sed y la desesperación que todos tenían, era un cuadro exageradamente aterrador. Usted se preguntará: ¿Por qué no simplemente salían y buscaban algo de comer? Bueno, eso no era tan fácil. Estábamos en medio de la ciudad, ocultos en lo que antes era el Cine Lux, en la zona 1; uno de los puntos más populosos del país. De cómo llegamos aquí, hablaré en otra ocasión. Pero cuando llegamos, creímos estar salvos hasta que la comida y el agua empezó a escasear. Al menos dos personas presentaban síntomas de deshidratación y la piel empezaba a adherirse a nuestros huesos por la falta de alimentos balanceados. Además, como para agregar una guinda al pastel de una de las peores situaciones que pudimos haber pasado, la moral del grupo estaba debajo del suelo, nadie se prestaba como voluntario para salir a buscar comida o agua. No después de lo que había pasado unas semanas antes.

En realidad éramos un grupo de quince (o dieciséis) sobrevivientes y un perro negro, parecido al cadejo. Cuando empezaba a escasear la comida un grupo de adolescentes que habían logrado escapar de la carnicería que se había armado en no se cuál colegio, se ofrecieron como voluntarios para salir a buscar provisiones que no sólo incluía comida; necesitábamos herramientas, latas de gas propano (de esas que sirven para las mini-hornillas que usan los alpinistas), productos de limpieza y aseo personal y una lista larga de cosas. En fin, no sabíamos cuánto iban a tardar, así que preparamos un par de mochilas con abastecimiento para al menos dos o tres días de camino. Galletas, agua pura, algunas chucherías, varias linternas y armas para combate cuerpo a cuerpo (bates, barras de hierro, como en la era primitiva) deben suponer que no quise que se llevaran la escopeta que había recogido del cuerpo putrefacto de un guardia de seguridad privada (y un poco de munición) unos días antes de parar aquí. Y bueno, el día llegó. Partieron a primera hora en la mañana y dijeron que volverían lo más pronto que les fuese posible. Creo que Lily llevaba la cuenta de los días que llevaban afuera:

-¡Eh, Lily! ¿Cuánto tiempo hacía ya de su partida? - Ella volteó a la pared donde llevaba la cuenta.
-Veinticuatro días. -Dijo sin mayor excitación.

Por supuesto que no sabemos que pasó. O al menos no con exactitud. Quizás "nos vieron la cara" y se llevaron nuestras (casi) últimas provisiones para buscarse un lugar para ellos solos. O talvez anduvieran por ahí con los ojos blancos, destilando baba negra y pudriéndose a la luz del sol. Las opciones eran varias. Pero había sido suficiente para que ninguno quisiera salir más. Preferían (o preferíamos) morir de hambre a poner un paso en la calle.

Fue entonces que el hambre lanzó otro de sus dardos a mi cerebro que, desgarrando mi estómago, me recordaba de la muerte lenta y dolorosa que tendría si no hacíamos algo. Hablé con un par de compañeros acerca de los planes que tenía, y accedieron sin que se los dijera dos veces. Una de ellas era Lily, y el otro era Javier, compañeros que conocí al llegar acá.  Aunque no informamos nada al resto del grupo, tomamos lo que quedaba de comida, las pocas armas (si les podíamos llamar armas) que nos quedaban y saldríamos de noche, cuando la oscuridad llenara cada rincón del edificio, para que nadie notara nuestra salida y nos lincharan pensando que nos escapábamos con las últimas raciones que quedaban. También nos daría cierta ventaja contra los engendros que se paseaban allá afuera, esperando ansiosos que saliéramos a dar una vuelta para servirles de cena. Cuando todo estuvo listo, nos quedamos recostados en la terraza del edificio, aguardando la hora (o el momento preciso, mejor dicho) para saltar a lo que podría ser la solución a uno de los muchos problemas que teníamos. Si todo salía bien, regresaríamos al amanecer del que parecía ser un viernes de noviembre...




Continúa...

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