Le diagnosticaron el síndrome
de Kleine-Levin hace dieciséis años. Estaría rondando los catorce años y medio,
cursaba la secundaria y destacaba en algunas áreas. Muchachita promedio, ya ve
usted. Sin embargo, cuando le diagnosticaron el síndrome de la bella durmiente,
por razones que el lector entenderá, su vida cambió de forma abrupta.
Empezaba por dormir durante más
de doce horas. Ella no tenía control sobre eso; se sentía cansada y debía
recostarse o caer dormida en el suelo (le pasó algunas veces) y aunque al
principio sus padres no podían entender lo que le estaba sucediendo a la
pequeña, con el tiempo tuvieron que aceptarlo. Sin embargo, gracias (o
desgracia) a la medicina contemporánea, pudieron controlar los períodos en los
que quedaba totalmente dormida (casi muerta) con un cóctel de medicamentos que
el especialista le había recetado. Todo esto, y terapia psicológica le ayudó a
sobrellevar la enfermedad durante algún tiempo.
Pasaron varios años entre
largos ratos de letargo (que a veces se extendía a semanas) que hacían
confundir a la pequeña (ahora ya no tan pequeña) porque generalmente soñaba de
la realidad. ¿Puede usted comprender eso? No es tan difícil. Cuando ella dormía,
soñaba con su vida, viviéndola de la manera monótona y simplona que solía ser.
Y cuando desperataba, habían pasado semanas (o meses) desde que había
despertado a la realidad. Oh, sí. El lector preguntará acerca de los
medicamentos. Pues diré que funcionaban, mas no erradicaban por completo el
mal, porque hasta ahora no se conoce la cura.
En los años que siguieron,
pensó que no podía desperdiciar su vida de esa manera. Así que, como lo planeó
desde que tenía siete años, hizo maletas y fue a conocer el mundo. Empezó en
América del Sur, visitó Brasil y durmió en Argentina; luego tomó un avión a
Europa y estuvo allí casi un año. Por último, visitó Japón. Para entonces tenía
veintinueve años. Luego regresó a su apartamento, donde volvió a dormir.
Cuando despertó; no se sentía
cansada. Tenía mucha hambre y la sed la estaba matando. Vio sus manos y no
recordaba nada. Pero eso era normal. Normal de su condición, porque cuando
dormía durante semanas, meses, despertaba desorientada y si noción alguna del
tiempo. Así que ahora debía esperar a que su cerebro recuperara esa parte
que siempre escondía mientras su letargo se hacía presente y la sumía en el
hermoso algodón del sueño.
Debía esperar a recuperar la
razón, la noción del tiempo. No le tomaría más de una hora, pero debía esperar,
para saber si todo había sido un sueño.
O si estaba soñando.
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